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domingo, 19 de julio de 2009

Enseñame Señor Tú Modo de Proceder

ENSÉÑAME, SEÑOR, TU MODO DE SER

(Extractos de “El Modo Nuestro de Proceder”,
del P. Pedro Arrupe, S. J.).

Señor, enséñame tu modo de tratar a los demás: discípulos, pecadores, niños, fariseos, Pilatos y Herodes; también a Juan Bautista.

Que aprenda de Ti, tu modo al comer y beber; y cómo actuar cuando siento cansancio en el trabajo y cuando tengo que reposar y dar tiempo al sueño.

Enséñame a ser compasivo con los que sufren: con los pobres, con los leprosos, con los ciegos, con los paralíticos; muéstrame cómo manifestabas tus emociones profundísimas hasta derramar lágrimas y, sobre todo, quiero aprender el modo como manifestaste aquel dolor máximo en la cruz, sintiéndote abandonado del Padre.

Enséñame a estar en constante contacto con el Padre en la oración, como lo hacías Tú antes del alba o mientras los demás dormían, para tener consuelo y aliento en la predicación del Reino.

Enséñame tu modo de mirar a las personas: como miraste a Pedro para llamarle o para levantarle; o como miraste al joven rico y a las multitudes agolpadas en torno a Ti.

Quisiera conocerte como eres: tu imagen sobre mí bastará para cambiarme.

Querría oír tu voz en la sinagoga de Cafarnaum, o en el Monte, o cuando te dirigías a la muchedumbre “enseñando con autoridad”, una autoridad que sólo del Padre te podía venir.

Dame esa gracia que vivifique nuestra vida toda y nos enseñe - incluso en las cosas exteriores - a proceder conforme a tu Espíritu.


¡Enamórate! Todo será de otra manera
(P. Pedro Arrupe, S. J.)

Nada puede importar más que encontrar a Dios.
Es decir, enamorarse de Él
de una manera definitiva y absoluta.
Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación,
y acaba por ir dejando su huella en todo.
Será lo que decida
qué es lo que te saca de la cama por la mañana,
qué haces con tus atardeceres,
en qué empleas tus fines de semana,
lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón,
y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud.
¡Enamórate! ¡Permanece en el amor!
Todo será de otra manera.


CRISTO: UN NUEVO CONCEPTO DEL AMOR

(Extractos de “El corazón de Cristo,
centro del misterio cristiano y clave del universo”,
del P. Pedro Arrupe, S. J.)



18. —Cristo manifestación del amor del Padre

Dios había manifestado su amor a los hombres en el Antiguo Testamen¬to a través de la predilección por un pueblo concreto. Establece con él una alianza, le da una tierra de promisión, lo reconduce a ella desde sucesivos des¬tierros. Es una historia de tormentoso amor. Pero llegada la plenitud de los tiempos el amor del Padre a los hombres se hace con un esquema totalmen¬te nuevo, con un gesto irrepetible: su Hijo es 'enviado' a protagonizar en la tierra el drama del diálogo de amor entre Dios y el hombre. Este envío del Hijo consuma cuanto de más amoroso hay en el tiempo de las promesas: "Todas las promesas de Dios han tenido su sí en él" (2 Cor 1, 20), y "en él se ha manifestado el amor que Dios nos tiene" (Rom 8, 39). La iniciativa de este nuevo planteamiento es exclusivamente divina y pone de manifies¬to que no tiene otra explicación que el amor: "Enviando su Hijo al mundo, Dios nos manifestó cuánto nos ama (....) El amor consiste en esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo" (1 Jn 4, 9 ss).

20.-En cuanto al amor fraterno, a la caridad universal, no es menor el salto cualitativo introducido por Cristo. La novedad consiste en la supresión de toda limitación en el concepto de prójimo, y en la intensificación y sublima¬ción del motivo de la caridad. Que las obras exteriores en que se traduce esta caridad hayan de ser de una generosidad sin límites, no es más que una evi¬dente consecuencia.

25 - 26.- Amor sin límites; universal

Cristo rompe el muro de la fraternidad restringida, y esta es su gran re¬volución del amor: redención universal, filiación universal, fraternidad uni¬versal y amor universal…

27.- Amar al enemigo

Pero es necesario mencionar expresamente las dos aplicaciones más innovadoras de la universalización del amor proclamada por Cristo. De él no quedan excluidas ni siquiera las dos categorías cuya excepción estaba legal y religiosamente consagrada: el enemigo y el pecador. Toda la historia de Israel es una lucha por la supervivencia. El odio al enemigo llega a ser un sentimiento religioso que encuentra expresión incluso en los libros sagrados (Salmos 137, 139, etc.). Se sanciona la enemistad contra el enemigo perso¬nal, el ladrón, el que tiende lazos al justo. Y es ya un progreso en la mode¬ración de la venganza el estipular que la represalia no deba exceder los lími¬tes de la ofensa: "Conocéis lo que está escrito: 'Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo...." (Mt 5, 38; Le 6, 27). Jesús es taxativo: "Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a ¡os que os maldigan, rogad por los que os maltraten". Es este uno de los momentos cumbres del evangelio, porque descubre la esencia del cristianismo: el amor fraternal sin condiciones.

28.- La conclusión del texto es de suma importancia, porque Jesús razona su pre¬cepto, "para que seáis hijos de vuestro Padre celestial que es bueno incluso para con los ingratos y perversos". La imagen que Jesús da del Padre ya no es la del Dios que inspira la venganza, sino la del Padre cuya perfección se muestra en su misericordia: todo concluye con esta trascendental exhorta¬ción: "Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mateo 5, 48). ¿Qué revolución de valores podría imaginarse superior a ésta? ¡Ahora es el enemigo el que debe ser amado, y precisamente porque ese es el com¬portamiento de Dios!

29.- Amar al pecador

Aún hay más: hay que amar al enemigo de Dios, al pecador. La Escri¬tura ha ensalzado el odio que Dios siente hacia la idolatría, la rapiña, el per¬jurio y todo pecado (cf. Dt 12, 3 1; Jer 44, 4; Zac 8, 17; Prov 5. 16), y consecuentemente al pecador que en cierta manera forma cuerpo con su pecado y puede ser castigado con una enfermedad impura. El israelita afirma su pie¬dad odiando al pecador. Y he aquí que Jesús declara haber venido para ellos, no para los justos (Me 1, 17) y, situándose en la línea de predicación profética, tanto él como su precursor anuncian la Buena Nueva sobre el supuesto de la propia conversión.

En Jesús compite su denuncia del pecado con una inagotable misericor¬dia para con el pecador. Jesús escandaliza perdonando el pecado de la adúlte¬ra, conversando con la samaritana, sanando y perdonando a tullidos y pose¬sos, haciendo caso omiso de las impurezas legales, sentándose a la mesa de los pecadores. Jesús define al Padre y a sí mismo por su corazón abierto al per¬dón en la parábola del hijo pródigo, en el ciclo del buen pastor. Con su vida toda y en su muerte confirmará cuanto ha predicado. Acabará llamando ami¬go a quien le entrega y pidiendo perdón para quienes le crucifican.

30.-Más aún que sus palabras, es la vida de Cristo la que lanza la revolución del amor. Samaritanos, gentiles de Canaán, Tiro o Sidón, funcionarios de la ocupación, publicanos, prostitutas, leprosos, todos caben en su corazón. Para amar a los pecadores Cristo ha saltado las barreras de la impureza legal, la observancia del sábado, la división religiosa, el carácter sacro de las ofertas al templo... Amando a los pecadores Cristo ha quitado al odio el último de sus pretextos: el celo religioso.



31- 32.- El supremo amor del corazón de Cristo

"Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 13, 34). Con razón puede descubrir este mandamiento como nuevo, puesto que nueva es tan inimaginable medida del amor... "Como yo os he amado". Ese comparativo es el impulso perennemente urgente que desde entonces urge a cada creyente en Cristo a un amor a los demás y a una en¬trega sin límites. Es una meta a la que hay que aspirar siempre, aun sabiendo que no se la podrá alcanzar nunca. Solamente "por la acción del Espíritu en el hombre interior.... arraigados y cimentados en el amor, podremos com¬prender cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo, que excede todo conocimiento"(Ef 3, 17).

33.- "Como yo os he amado", lleva en sí todo el misterio de la encarnación, la 'kenosis' (vaciamiento) aceptada como condicionamiento del misterio pascual, el don de sí mismo en la eucaristía, la consumación de su sacrificio y la perpetua intercesión ante el Padre.

34.- Proclama un nuevo principio comparativo del amor, y se someterá al mismo: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13). A menos de un día de su muerte este enunciado es la proclamación de un amor supremo, es la medida del amor que él les tiene, y, por tanto, la medida del amor que ellos deben profesarse mutuamente. El amor está medi¬do por la donación de sí mismos. Jesús se enfrenta con la muerte y la acepta con consciencia de amar en ella a todos los hombres. Los discípulos entende¬rán el valor de esta aclaración del "como yo os he amado": muriendo por vo-sotros.

37.- Cristo en los hermanos

En el amor así concebido llega a su culmen la unificación de los dos an¬tiguos preceptos: ya no hay más que uno. La misma caridad que nos lleva a Dios debe acercarnos a los hermanos. En ellos debemos encontrar a Dios. Cristo está en ellos, sobre todo en los más necesitados, en los pobres, en los pequeños (Mt 25, 40). Durante toda su vida les ha mostrado su predilección y, siguiendo su ejemplo, a ellos deben ir nuestras preferencias.

44.- Peligro de la vieja dicotomía

Por eso urge clamar contra la resurrección de la vieja dicotomía judai¬ca que traza una frontera entre el amor de Dios y el amor del hermano. Sería desandar el evangelio. No hay verdadero ni pleno amor de Dios si no se lo manifestamos también en los hermanos, y concretamente en aquéllos en quien él nos dijo que debíamos reconocerle. Ni hay verdadero y pleno amor a los hermanos si en ellos no vemos y reconocemos a Dios y rebajamos la caridad al nivel de la filantropía, hurtándola su dimensión tras¬cendente.

47.- Del concepto que nos hayamos hecho de Cristo depende totalmente nuestra relación con Dios y nuestra relación cristiana con el hombre y el universo. Por eso es de trascendental importancia la respuesta que cada uno de nosotros da en su in¬terior a la pregunta que él hizo un día a los que estaban para seguirle: "¿Quién dicen los hombres que soy yo?" (Mt 16, 15). Toda la historia de la Iglesia, todo el presente de la Iglesia, todo el futuro del Reino, está pendiente de la respuesta que demos colectiva e individualmente.

Su encarnación y su revelación han hecho posible que podamos tener respuesta a la pregunta: “quién dicen que soy yo”. Pero es necesario aceptar y vivir su palabra sobre sí mismo para que pueda ger¬minar en nosotros, reproduciendo el amor trinitario que desafía toda lógi¬ca: el milagro de amor que es escándalo para los judíos, locura para los gentiles y asunto sin interés para la increencia de nuestro tiempo.

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